Constituyentes: El deseo de los otros

Constituyentes: El deseo de los otros

16 Febrero 2021

Ya estamos en plena temporada electoral para elegir a nuestros representantes a la convención constitucional que tendrán la responsabilidad de proponer una nueva “carta magna”.

Robert Weissohn >
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Muchos candidatos imaginan un determinado tipo de Chile que ellos personalmente quieren, para imponerlo a todos nosotros.  Es por nuestro bien, piensan. Algunos preocupados por la moralidad, estarían dispuestos hasta imponer la misa dominical obligatoria para lograr la salvación de las almas. Otros quisieran que el Estado (los políticos) regule las formas de producir y administre el ingreso de los chilenos para distribuirlo según su propio criterio.

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Todos bien intencionados que solo buscan el bien común. Pero el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones. Como dijo el gran filósofo Karl Popper, los que nos prometen el paraíso en la tierra nunca trajeron más que infierno.

Desde todo el espectro político surgen propuestas para aumentar el rol del Estado e incluir más “derechos”, que no son más que bienes y servicios que algunos recibirán gratis pero que tendremos que pagar entre todos. En palabras simples, los políticos quieren más poder para imponer sus criterios. En el fondo, no confían en las decisiones que puedan tomar las personas

Pero el asunto es complejo porque los seres humanos somos únicos e irrepetibles. Solo piense en lo diferentes que son sus propios hijos, que comparten el mismo origen. Imagine entonces lo distinto que pueden ser los miembros de una sociedad tan numerosa como la que forma un país. Cada uno con su propia carga genética y circunstancias, tiene distintos intereses y planes para sus vidas que además se van modificando con el tiempo.  Muchos de esos sueños se ven imposibilitados por distintos tipos de regulaciones provenientes del Estado, que inhibe así parte de la gloriosa diversidad que caracteriza al ser humano. Por eso consensuar un determinado tipo de sociedad se hace tan difícil.

Mientras mayor sea el rol del Estado, más rígido será el tipo de sociedad y menor la capacidad para acoger la infinita variedad de proyectos de vida. Surgirá entonces la frustración y el malestar, lo que implicará la necesidad de aplicar cada vez mayor coerción para mantener la cohesión social.

Por el contrario, una sociedad pacífica es la que acota y limita las facultades del Estado, dejando el espacio necesario para que puedan desplegarse todos los proyectos de vida que puedan existir. Algunos podrían parecernos hasta repulsivos para una sensibilidad personal, pero merecen su oportunidad con la sola condición que respeten los derechos de los demás. ¿Quiénes somos nosotros para juzgar el modo de vida de otros, como se organizan para producir o como gastarán su dinero?

¿Con que autoridad pretenden entonces los constituyentes construir un determinado tipo de país?

Necesitamos constituyentes más modestos en sus aspiraciones, que se limiten a crear las condiciones para que todos los proyectos de vida tengan su oportunidad y que dejen que esa gran tarea de construir una sociedad sea asumida como resultado de la sumatoria de las decisiones personales de cada uno. No permitamos que los constituyentes definan nuestro futuro. El destino lo construimos nosotros.

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