Opinión: Gobernar sin el pueblo

Opinión: Gobernar sin el pueblo

25 Noviembre 2014

Los gobiernos que basan su fortaleza en las componendas electorales siempre están expuestos a que, cualquiera de sus miembros, pueda ejercer hasta el chantaje para imponer sus criterios y morigerar los propósitos de sus aliados políticos.

Juan Pablo Cárdenas >
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Pleno éxito obtuvo la Democracia Cristiana al conseguir que el Gobierno le quitara el acelerador a la marcha de la Reforma Educacional. Cuando recién el propio Ministro del Interior demandaba a los parlamentarios a apurar la tramitación de sus primeras iniciativas educacionales, el mismo Peñailillo terminó consintiendo con la DC la idea de tener más tiempo para “escuchar a los expertos” y lograr el mayor consenso político posible en un tema tan crucial para el país.  Un verdadero logro de los falangistas que obviamente ha dejado a muy maltraer a sus socios de la Nueva Mayoría puesto que implica, además, que los demócrata cristianos adquieren en el futuro un poder de veto respecto de todas las iniciativas gubernamentales que vengan.

Pero era previsible, sin embargo, que a la DC le fuera bien en esta reunión a puertas cerradas con el Jefe del Gabinete. En la Moneda permanecen rendidos a la idea de que, sin los votos de este Partido en el Congreso,  poco o nada puede lograr el Gobierno en la realización de su programa. De allí que desde el Palacio Presidencial se hayan lamentado tanto las descomedidas expresiones de socialistas, pepedés y comunistas en contra de la Democracia Cristiana. En una serie de incidencias que revelan los profundos desacuerdos del oficialismo y, con ello, el riesgo de una ruptura que es tan anhelada como acicateada por la Oposición.

Los gobiernos que basan su fortaleza en las componendas electorales y en la equilibrada distribución del poder siempre están expuestos a que, cualquiera de sus miembros, pueda ejercer hasta el chantaje para imponer sus criterios y morigerar los propósitos de sus aliados políticos. Las democracias parlamentarias siempre están expuestas a experimentar estas crisis de convivencia, pero al mismo tiempo tienen los mecanismos expeditos para barajar rápidamente el naipe del poder, conseguir nuevos aliados y armar nuevas mayorías. Propósito que se dificulta, en efecto,  en los regímenes presidencialistas como el nuestro.

Si genuinamente la Presidenta Bachelet se proponía hacer cambios profundos a nuestra institucionalidad y sistema económico, lo cierto es que no debió someter su administración a la voluntad de los partidos y al poder de un Parlamento que se sabía poco representativo y, en buena forma, indispuesto a los grandes cambios. Y sus miembros mucho más renuentes, todavía, a ser desplazados en la política por los actores sociales, las jóvenes generaciones y las demandas ahora agitadas en el seno del pueblo.

La Presidenta debió consolidar un pacto social que, sumado a su liderazgo natural, se impusiera por sobre los partidos, los gremios patronales y otros grupos de poder que de consuno, ahora, actúan en contra de sus propósitos ya sea por sus intereses, vicios o la ineptitud manifiesta de los profesionales de la política. Que se propusiera, incluso, recuperar a parte de ese 58 por ciento de ciudadanos que prefirió abstenerse que votar por ella o la otra candidata. Sin embargo, lo que observamos, de nuevo, fue la repartija de cargos y esa extraña falta de voluntad de ejercer la mayoría parlamentaria conseguida en la desintegración de la Derecha, sus reyertas internas e, incluso, la pérdida de su identidad ideológica. Todavía estresada por la pugna entre los sectores pinochetistas y los que quieren sacudirse de su pasado, como tan bien se expresa en la voluntad de Renovación Nacional de modificar su añosa y revenida Declaración de Principios.

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