CRÍTICA EXISTENCIAL: Perros Guardianes

CRÍTICA EXISTENCIAL: Perros Guardianes

01 Julio 2007
Entre los muchos usos que se le da a los animales, hoy vamos a detenernos en uno bastante singular: el del perro guardián, esa fiera iracunda que protege nuestras propiedades y, muchas veces, nuestras subjetividades.
Camilo Rojas >
authenticated user Corresponsal
Esta crítica existencial va especialmente dirigida a los peatones, ya que es caminando por las veredas de los barrios residenciales o las fábricas, donde se producen los eventos que inspiran estos comentarios.
Imagino que muchos de ustedes alguna vez se habrán preguntado qué les pasa a esos perros que ladran amenazántemente, que muestran sus dientes, y que se lanzan sobre las rejas como intentando saltar sobre el peatón o el invitado de paso. ¿Qué les produce tanta rabia con aquel que no saben quién es ni qué hace, y al que ni siquiera se quieren comer? (Incluso muchos de ellos tampoco quieren morder: sólo quieren insultar, asustar.) En la naturaleza se ven muchos casos de enfrentamientos entre diferentes animales, tanto entre animales de la misma como de diferentes especies: se ven peleas, gruñidos y gestos amenazantes –insultos–, pero siempre selectivamente con una hembra, con un invasor, o con un posible depredador, cosa que en el caso de los “perros guardianes” no sucede para nada, pues sus insultos sólo van dirigidos a los seres humanos y a los otros perros (y a los autos, en el caso de los perros que ya se fueron al chancho), y, sin embargo, también pueden convivir con seres humanos y muchas veces con otros perros, a quienes no les guardan ni el más mínimo rencor, sino todo lo contrario, ambivalencia que definitivamente no se ve en la naturaleza.
Casi toda mi vida he sido un peatón de tiempo completo, y debo decir que al principio me enojaba bastante con los perros que me ladraban. Algunas veces incluso traté de patearles sus hocicos asomados por entre los barrotes de metal. Si no, me quedaba mirándolos a los ojos, como tratando de hacerles entender que los encontraba unos grandes imbéciles –cosa que les hacía rabiar más aún–. Pero con el tiempo fui dándome cuenta de que eran unos seres muy inocentes, que se habían transformado en una de las más perversas enfermedades, y que ellos no eran más que el síntoma de un problema de la civilización. Eran utilizados en una de las labores más enajenantes de la sociedad: proteger los bienes de otros (los bienes materiales en algunos casos, los bienes subjetivos en otros).
Encarando el problema desde otro frente, podemos pensar en quiénes son las personas que requieren de estos perros guardianes. Primero, como ya lo hemos dicho, está el que quiere proteger los bienes de una propiedad, para asustar a todos los posibles ladrones: esos son los más clásicos. Luego, como toda función existe en su revés, están los que roban con perros agresivos, que son muy pocos y que funcionan como parte del circuito que avanza en escalada, en este caso, el de la mejora de los genes de los perros para que sean mejores defensores (una escalada similar al de las empresas antivirus y los que se ganan la vida confeccionando virus: los antivirus son el perro guardián –legal– y los virus son el perro que se usa para robar –ilegal–; son muy diferentes, pero son parte de lo mismo, del mismo circuito de cambio –de escalada, en este caso–. Y después está el más triste de los usos que se le da al perro guardián: el que le da el hombre inseguro que quiere sentirse mejor, el que tranquiliza su sentimiento de inferioridad teniendo un perro fuerte en su casa, viendo a esa fiera dominada todas las mañanas, burlándose del monstruo, exigiéndole respeto a cada momento. “Esa fiera me reverencia a mí y a nadie más, agacha su cabeza cada vez que paso, soy su dios, su representación del todo”. Pero ese dios del perro guardián sólo debe pagar por su fiel mascota, por sus vacunas, su alimento y sus cadenas. Nada más. La religión se organiza sola. Por otro lado, muchas de estas personas inseguras, las más pasivas quizá, pueden ser vistas despreciando a los gatos, que son animales más indomables, que no endiosan a nadie y que no necesitan andar ladrando para morder.
Estas eran algunas de las ideas que pensaba un amigo mío que una vez estaba frente a una reja de alambres mirando a un Rottweiler de unos ochenta kilos a los ojos. Andaba con un par de personas más paseándose por los bosques de Isla Negra, maravillándose con los inmensos árboles y respirando la humedad que venía rasguñada por las rocas desde el mar, cuando se topó con los ladridos asesinos del inmenso animal. Los efectos del cactus le habían movido a querer hacer entender al can lo estúpido que era su comportamiento; quería que el perro se diera cuenta de que estaba siendo utilizado y que esa ira era innecesaria. Así, poco a poco, se fue acercando a la reja con los ojos clavados en las ciruelas negras de la bestia, que respondía penetrante en su quietud. Mi amigo pensó que lo estaba logrando, y se acercó un poco más. El perro sonaba como un instrumento eléctrico prendido a todo volumen pero sin ser tocado por nadie, es decir, sonaba casi nada pero muy fuerte. Hasta que el perro saltó con todas sus fuerzas tratando de alcanzar a mi amigo, casi botando las rejas, tras lo cual el pobre joven debió ahuecar ala gritando como una gallina. Después de eso no ha vuelto a acercarse a los cactus, a quienes echa la culpa de su “osadía”.
En fin. Se trata de un problema importante para el mundo del peatón y, luego, para la humanidad completa, en tanto enfermedad que produce síntomas como el aquí descrito. Esos pobres animales no tendrían por qué neurotizarse por nosotros, pero no les queda otra: ya no cachan nada. Y pido un brindis melancólico por esos perros mártires que nunca se enteraron de que era un niño o un viejo eso que despedazaron, hasta que les estaban enterrando una fría aguja por la espalda, la última vacuna.
Etiquetas: